De un país que vivía de la tierra, del sudor del agricultor y del ganado que pastaba en la dehesa, hemos pasado a una maquinaria turística que compite por atraer 100 millones de visitantes al año. Se vendió como progreso, pero lo que deja tras de sí es un territorio en proceso acelerado de desertificación, donde se penaliza al que cultiva y al que cuida el ganado, mientras se aplaude al que compra un coche eléctrico fabricado en Asia y lo muestra como medalla de sostenibilidad.
El agricultor que antes levantaba cosechas hoy sobrevive entre papeles, sanciones y mercados hundidos. El ganadero que alimentaba al pueblo se ve arrinconado por normativas que lo ahogan y precios que no cubren ni el pienso. Y la paradoja es que, en la misma tierra donde se castiga a quien produce alimentos, se levantan resorts, urbanizaciones y barrios enteros construidos sobre cauces y marismas, como si la naturaleza no tuviera memoria.
Cada verano, lágrimas por los incendios forestales; cada invierno, llantos por las inundaciones. No son tragedias inevitables, son las consecuencias de haber pasado de sembrar a especular, de cuidar la tierra a venderla al mejor postor. El ladrillo reemplazó al surco y el “desarrollo” significó sustituir huertos por parkings y riberas por bloques de apartamentos turísticos.
El relato oficial habla de transición ecológica, pero en realidad se trata de un saqueo planificado: se sacrifican los sectores primarios para mantener una economía de escaparate, mientras se exporta la dependencia y se importan promesas. El país que llorará mañana por el hambre es el mismo que hoy aplaude la destrucción de su base productiva.
La construcción del país corrupto no es una metáfora. Es literal. Son ladrillos sobre vegas fértiles, carreteras sobre pastos, hormigón sobre humedales. Y detrás de cada permiso, de cada recalificación y de cada desvío de cauce, siempre aparece la firma de quienes, en nombre del progreso, han levantado un país que se queda sin raíces.