La Inmaculada y el Ingeniero

La Inmaculada y el Ingeniero

La Inmaculada y el Ingeniero

La Inmaculada y el Ingeniero

El sol se deslizaba perezoso entre las nubes, pintando de tonos ocres las lomas de la Subbética. En lo alto del pueblo, donde las casas se apiñaban como ovejas al resguardo de la sierra, una mujer contemplaba el horizonte desde su balcón. Inmaculada, de ojos serenos y manos gastadas por los años, suspiró al ver llegar un coche polvoriento que serpenteaba por las callejas estrechas hasta detenerse frente a su puerta.

Del vehículo descendió un hombre de mediana edad, con el porte recto y la mirada inquisitiva de quien ha medido demasiadas estructuras en su vida. Era el ingeniero. Venía con su carpeta de planos, su distanciómetro y la certeza de que cada edificio, incluso los más antiguos, podían desentrañar sus secretos con el cálculo adecuado.

—Señora Inmaculada, me dijeron que buscaba asesoramiento sobre la casa —dijo él con voz cordial.

—Así es, hijo. Esta casa ha visto pasar generaciones, pero ahora la humedad se la está comiendo. Me da miedo que un día no aguante más.

El ingeniero echó un vistazo a la fachada, a las grietas que trepaban como raíces secas por los muros de cal. No era la primera vez que veía algo así, pero había algo diferente en esa casa, algo en su presencia que no podía explicar.

Cuando entraron, el aire tenía el peso del pasado. Cuadros de santos colgaban en las paredes, junto a un antiguo reloj que parecía haberse detenido hacía mucho. Inmaculada lo miró con un brillo de nostalgia.

—Dicen que la casa tiene alma —murmuró la mujer—. No sé si es cierto, pero algo me dice que si cede, no será solo por el tiempo.

El ingeniero, pragmático como siempre, sonrió con amabilidad.

—Las estructuras no tienen alma, pero sí historia. Déjeme revisar y le diré qué podemos hacer.

Sacó su equipo, midió, anotó. Cada cálculo le hablaba de un suelo que cedía, de vigas que resistían más por costumbre que por firmeza. Pero había algo más. A cada paso que daba, sentía una leve vibración en el suelo, un murmullo en el aire.

—¿Siempre suena así la casa? —preguntó, tratando de no parecer inquieto.

Inmaculada asintió.

—Desde que tengo memoria. Mi abuela decía que la casa nos sostiene mientras la sostengamos a ella.

El ingeniero intentó ignorar el escalofrío en su espalda. Siguió con su análisis, asegurando a la mujer que encontrarían una solución. Pero cuando se disponía a salir, algo lo detuvo.

El reloj de la pared, que llevaba años detenido, comenzó a moverse. Un tic-tac pausado, lento, como si algo hubiera despertado.

Inmaculada sonrió con una serenidad que desconcertó al ingeniero.

—Parece que la casa ha decidido hablar.

Él la miró, sin saber si se trataba de una casualidad, un fallo mecánico o algo más. Guardó sus herramientas y, antes de marcharse, volvió a mirar la casa.

No estaba seguro de qué haría con su informe. No estaba seguro de muchas cosas.

Pero una pregunta quedó flotando en su mente mientras se alejaba por la carretera polvorienta:

¿Era él quien estudiaba la casa… o era la casa la que lo estudiaba a él?

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Ruth, no nos conocemos, pero hace poco, haciendo un certificado de eficiencia energética, un cliente me mencionó la ubicación de la casa […]